Le sé desde el número de su casa, hasta las cucharadas de azúcar necesarias en el café, incluso la cantidad de pasos desde la puerta de la entrada hasta su baño, ahí donde se posaba alguna vez un cepillo de dientes cual mudo testigo de una alianza que nunca se llevó a cabo
Suelo decir las siete letras que bautizan a sus huesos antes de ir a la cama y repetírlas justo al momento de levantarme de ella, me acompañan solo ellas, las siete primeras, cual número cabalístico es la misma cantidad de días en una semana y los mismos dos últimos dígitos de una casa que nunca fue la mía
Solo esas recuerdo, pues si acaso le siguen otras cinco, son esas últimas las que me hacen odiarle a veces tan justificadamente, como si se tratase de una maldición gitana, de un mal conjuro que me provocan deshacer los nudos que me atan de Lunes a Domingo, el mismo número de días y letras que aún revivo
Treinta y cinco el promedio del peáje desde cualquier punto relativamente cercano hastas su destino, y solo setenta minutos los que hace un poco rato y quizá de haber sido por un par más de tragos hubiera recorrido hasta haber llegado
Doce son las pulgadas de un calzado que acercan un poco más sus ojos a los míos, mil noventa y cinco días, menos tres meses de desconsuelo y contando, un corto fin de semana que me deja girando sin saber si voy o vengo, un par menos de muelas del juicio y cuatro pies que no se topan de frente ni por las meras ganas de querer intentarlo
sábado, 15 de octubre de 2011
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